Si han leído la totalidad de lo escrito, habrán sacado unas conclusiones, independientes de su forma de pensar y de la consideración que les merezca la vida de mi padre. La primera, sin duda, que fue un comunista leal. Su ideología a la que siempre le fue fiel, le acarreó sufrimientos, sacrificios, torturas físicas y sicológicas extensibles en el tiempo y en intensidad a sus hermanos, a su mujer y en menor proporción a aquel niño, su hijo, que hasta éste momento no atesora más que recuerdos dolorosos. La segunda, la impunidad de un dirigente del P.C.E. en el exilio francés en aquellos tiempos, Santiago Carrillo, tan cauto que jamás se atrevió a pisar el suelo patrio mientras vivió el vencedor de la Guerra Civil. Por el contrario, fue tan aguerrido para los suyos, que se arrogó la decisión de dictar sentencia de muerte contra “El Brasileño” basándose en infundíos y vagas imputaciones de confidente, todas amañadas por él y el resto de dirigentes subordinados y sumisos del P.C.E., jamás contrastadas ni creíbles por su trayectoria humana y política. Se trataba de apartarlo traumáticamente de su puesto de Secretario General del P.C.G. Por supuesto que a mi padre no se le permitió ejercer su derecho de defensa contra esas inquinas y, desprotegido, tuvo que esconderse «en casas semi-abandonadas» de sus enemigos “naturales” y de sus ex-compañeros traidores. Para ejecutar la pena impuesta arbitrariamente, Santiago Carrillo envió a Galicia a tres de sus fieles del exilio para que la hiciesen efectiva, sustrayéndole el poder político y la vida. Fue una acertada elección para sus cobardes deseos. Hoy, la democracia que nos rige, el partido político que le acogió y sustenta, parte de la opinión pública que le jalea y condecora impide, junto a las leyes escritas y el añadido del aplauso mediático hacia su figura política de la mayoría de los medios de comunicación que yo, el hijo huérfano desde la edad de seis años de un buen comunista, no puede resarcirme ante la justicia de una decisión arbitraria tomada por un falso demócrata que tantas penalidades trajo para la abnegada e infernal vida de mi familia; han blindado sus fechorías.
Así que solo me resta el consuelo de vivir de mis tristes añoranzas y de mi impotencia, honrando la memoria de dos luchadores infatigables, a los que quiero y admiro Víctor García “el Brasileño” y M.ª de los Ángeles Fernández Roces, su viuda , mientras leo con pena la ultima estrofa de “Recuerdos”.
Que un criminal robó a este niño los recuerdos, por esto también padre, me duelen los que conservo.
Abril de 2010